Si hay algo que debo agradecer a mi vida en pareja, es esa intensa aventura de a dos que no cambiaría por nada del mundo. Planificábamos juntos, elegíamos los muebles para la casa de a dos, y si tenía que comprarme alguna camisa nueva, su opinión era importante (aunque la mayoría de las veces terminara eligiendo lo que a mí me gustaba, ¡claro!). Cuando le contaba mis problemas, ella los tomaba como suyos y terminaba enojándose el doble de lo que yo estaba. A mí me encantaba escuchar sus anécdotas diarias porque las contaba con tanto detalle que era como vivir su película en vivo y en directo. Incluso, una vez decidimos leer el mismo libro juntos: cada noche, antes de ir a la cama, leíamos diez páginas. Yo era el encargado de leerlo porque, según ella, le ponía más énfasis por mi experiencia en el teatro… lástima que solo llegamos a la mitad del tercer libro.
Fui inmensamente feliz. Me encantaba estar pendiente de alguien, saber que ese alguien siempre me esperaba. Era la primera en enterarse de mis cosas y me gustaba contarle por dónde andaba y qué hacía. Y no, no era para calmar celos, porque no los había; era simplemente porque cuando tienes una compañera de vida, se convierte en una extensión más de ti mismo. Si tú estás bien, esa persona está bien, y viceversa.
Pero un día, terminó. Y sí, terminó para bien, porque a veces los grandes amores nacieron para quererse desde la distancia, donde cada uno sienta la libertad de ser quien es. Porque la presencia del otro puede ser tan abrumadora, tan llena de un amor que inunda, que uno siente que se pierde a sí mismo en ese vaivén.

él tiempo nos mostrará lo certero de nuestras desiciones y si quizás nos faltó un poquito de paciencia y sabiduría.
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