Cocido o en salsa barbacoa, crudo nunca.

Hace años, cuando viaje a España el señor de la casa en donde vivía se empecinó en que comiera tomate ya que no podía decir que no me gustaba si no había experimentado la sensación de degustarlo y, en parte, tenía razón. Fue tanta la insistencia que después de todo y por no ser maleducado accedí a probarlo. Yo sé que esto de no poder comerlo es más psicológico que otra cosa. No sé lo que me pasa y es que ni bien lo siento en la boca me provoca unas arcadas que no puedo ni morderlo. En fin, el asunto es que ese día, delante de ellos (la familia en donde vivía), accedí a comer un pedazo. Sólo les cuento que al sentirlo en la boca la única cosa clara que tenía en la cabeza era tragarlo sin morderlo, porque si lo hacía, ese rato vomitaba todo en la mesa. Pero el remedio resultó peor que la enfermedad ya que al querer tragarlo el muy «malbicho» se me quedo trancado que casi me atraganto. Ese rato lo que hice fue escapar hacia la cocina y toser y toser hasta expulsarlo.

Volví al comedor con lo ojos rojísimos y quién sabe con qué cara porque soló atinaron a decir «tranquilo, come lo que quieras».

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